Hablando de Cine

publicación  Nº 22

 

LA MÚSICA EN EL CINE - Una reseña histórica

 

  

E

n los números 6 y 7 de esta serie nos hemos referido a la relación entre imagen y sonido. Se señaló que prácticamente desde las primeras proyecciones públicas el sonido no estaba ausente de las mismas, acompañando y ampliando el relato propio de las imágenes, ya sea como música, como ruidos o con la presencia de un “comentador”. Uno de los elementos principales en esa primera etapa fue el acompañamiento musical realizado con el piano.

Según el ritmo de las secuencias y las características de las acciones el pianista apela a automatismos que transformará las improvisaciones en composición.

 

Los directores de sala, animados por el éxito, comienzan a codificar estos instantes.

Se dan instrucciones al pianista para ilustrar secuencias e indicar tiempos: Acción (misterioso) a) Noche y ambiente sombrío; b) Noche, ambiente amenazante; c) Peripecias, algo va a suceder (P. Schaeffer, Revue du cinéma, nº11).

 

Con el incremento de salas, sus directores ofrecen al público música con diversos medios. Al igual que se forma la orquesta, el repertorio se armoniza. Estas músicas “de acompañamiento”, subestimadas hasta entonces, se transforman en el modelo de la mirada creativa frente al mundo de las imágenes.

 

Con la incorporación del cine al círculo de las Artes, surge la idea de la partitura original. En 1908, Camille Saint Saëns compone una partitura para El asesinato del duque de Guisa de Charles Bargy y André Calmettes.

Por primera vez el público escucha una música, nueva, con instrumentos desacostumbrados, en lugar de los arquetipos asimilados.

De 1908 a 1920 es la época de las combinaciones instrumentales y del cine tomado como campo de experimentación musical.

 

Se pueden citar también las composiciones de: Joseph Kareil (El nacimiento de una nación, D.W. Griffith, 1915); Arthur Honegger (La rueda, Abel Gance, 1923 –de la que proviene la partitura sinfónica Pacific 231-); Erik Satie (Entreacto, René Clair, 1924); George Antheil (El ballet mecánico, Fernand Léger, 1924); Darius Milhaud (La inhumana, Marcel L’Herbier, 1924); William Axt (El gran desfile, King Vidor, 1925; Ben-Hur, Fred Niblo, 1926).

El furor de la experimentación conduce a ciertos excesos que pronto llegan a un equilibrio y, en 1927, la llegada del cine sonoro se impone como el catalizador ideal. Un cambio irreversible tiene lugar.

 

 

Industria del cine sonoro.

 

En 1927, la proyección de El cantante de jazz, de Alan Crosland, da lugar a una nueva industria. Los grandes estudios, las 'Majors' (Warner Bros., MGM, Paramount, 20th Century Fox, RKO), se estructuran en em­presas independientes que, a pesar de la crisis económica y el desempleo, contratan a compositores y solistas renombrados, proce­dentes en su mayoría de la vieja Europa.

No hay lugar para el azar. Cada 'major company' crea su departamento musical. Trabajo colectivo de arregladores e instrumentistas bajo la autoridad del director musical, la música hollywoodense, todavía influida por la proximidad del mudo, impone un estilo caracterizado por un discurso sonoro paralelo, continuo y figurativo.

 

Hasta 1940, los directores musicales se pronunciaron en favor de una idea primordial: imagen=música.

Max Steiner, director musical en la RKO de 1930 a 1935 y de la Warner desde 1937, lleva esta teoría a la práctica con El malvado Zaroff (E. Schoedsack e I. Pichel, 1932), King Kong (Schoedsack y M. Cooper, 1933), La patrulla perdida (J. Ford, 1934), El delator (íd., 1935), Lo que el viento se llevó (V. Fleming, 1939), Casablanca (M. Curtiz, 1942).

 

Identificados los protagonistas con un tema (leit motiv), éste les acompaña continuamente, entrecruzándose con ritmos y colores tomados de la música clásica, del folklore y de la música ligera. Mezcla musical, el estilo de Hollywood se ahoga rivalizando inútilmente con los sucesos visuales de la pantalla.

Por otra parte, compositores mas jóvenes procuran restituir su intervención en el discurso cinematográfico e intentan definir una colaboración más real con los realizadores: Miklos Rozsa con Forajidos (R. Siodmak, 1946), Fuerza bruta (J. Dassin, 1947) y La ciudad desnuda (id., 1948); Bernard Herrmann con El Ciudadano (O. Welles, 1941), y Alma rebelde (R. Stevenson, 1944).

 

En otro número se desarrollará específicamente el nacimiento de un género típico de la etapa sonora del cine: el musical.

Caracterizado por la interrupción del progreso dramático de la acción por canciones o números coreográficos, el musical se ha nutrido en un principio de la herencia de los teatros de Broadway (canciones de George Gershwin, Cole Porter, Irving Berlin) antes de convertirse en el lugar donde confluyen todas las magias puntuadas por los temas musicales pensados directamente en términos cinematográficos: composiciones de Frank Loesser, Harold Arlen, Jimmy McHugh, Richard Rodgers y Lorenz Hart, Jules Styne, Harry Warren, Kurt Weill.

 

En Europa, el paso al cine sonoro y la producción de los años cuarenta, se caracterizan por una aproximación más discreta al nuevo campo de experimentación. Tributarios de una tradición musical así como de estructuras más cercanas al artesanado que el sistema hollywoodense, los compositores europeos abordan la música de las películas con entusiasmo pero sin tozudez.

 

Maurice Jaubert definirá con clarividencia las leyes del género: “La escritura musical o la ciencia sinfónica deberán dejar paso a la eficacia, la cantidad de notas será dictada por la dialéctica visual de la película, las intervenciones sonoras obedecerán a móviles precisos” (Conferencia de Londres, 1937).

L’Atalante (Jean Vigo, 1934), Carnet de baile (J. Duvivier, 1937), El muelle de las brumas (M. Carné, 1938), son películas representativas de estas teorías al haberse beneficiado del trabajo de Maurice Jaubert. Compositores como Georges Van Parys (partituras para R. Clair y M. Allégret), Jean Wiener (para L'Herbier, Bresson, Renoir), Georges Auric (para Delannoy y Cocteau) y Joseph Kosma (para Renoir y Carné) seguirán las líneas de esta diversificada aproximación.

 

 

La renovación de los años cincuenta.

 

En Europa como en Estados Unidos los años cincuenta se organizan bajo el signo de la madurez. Compositores y realizadores se preocupan de la complementariedad e imponen las bases de un au­téntico diálogo. La evolución de la música de cine se inscribe en lo sucesivo en el marco de la búsqueda de una nueva idea de dramatización. Libre de las formas orquestales del sistema hollywoodense, la música se brinda una segunda oportunidad.

 

Los compositores de la tercera generación, liberados del funcionariado de los estudios y preservando su individualismo, pueden elegir su propio mundo y aplicar soluciones. Es la época de las colaboraciones privilegiadas: Bernard Herrmann con Alfred Hitchcock, Franck de Vol con Robert Aldrich y Jerry Fielding con Sam Peckinpah.

Elmer Bernstein experimenta arreglos mezclando hábilmente jazz y música sinfónica para Otto Premin­ger (El  hombre  del brazo de oro), así como fórmulas orquestales inéditas para Anthony Mann y Delmer Daves. Jerry Goldsmith reivindica con lucidez su pasión por la escuela de Viena (Freud, pasión secreta de Huston). Henry Mancini llega a ser el símbolo de una armoniosa sofisticación, fiel especialmente a la inventiva de Blake Edwards.

Alex North impone su predilección por el jazz y la “disonante modernidad” (películas para Kazan y Nichols), y Leo­nard Rosenman prolonga musicalmente el mito James Dean.

 

En Francia la renovación de los años cincuenta se fusiona con la llegada de la Nouvelle Vague. Inmediatamente, compositores y realizadores trabajan en armonía sobre las bases de un lenguaje original.

Heredero espiritual de Maurice Jaubert, apasionado por la imagen, Georges Delerue, entiende sus intervenciones como elementos decisivos de la dramaturgia (películas para Resnais, Godard, Truffaut, Kast).

Antoine Duhamel busca las huellas de una sintaxis musical naturalmente popular, libre de los estorbos de la costumbre, y abierta hacia un deseo de renovación de las formas (películas para Godard, Astruc, Pollet, Truffaut, Tavernier).

Pierre Jansen vacía su discurso de toda temática en provecho de una instrumentación extraña y significativa (películas para Chabrol). Igualmente considerado como el continuador de un estilo “a la francesa”, Maurice Jarre renuncia al rigor de sus comienzos con Georges Franju por el esplendor de las grandes producciones hollywoodenses (Doctor Zhivago).

 

Según Michel Fano, el compositor crea sonidos y debe asegurar el control de toda la banda sonora de la película, no sólo de la música. Estas teorías han sido puestas en práctica en sus trabajos por Alain Robbe-Grillet (El hombre que miente, El Edén y después).

 

En Italia, Nino Rota elabora una música de reminiscencias populares. Sus melodías, prolongan o anticipan la ensoñación, a menudo sombría de Fellini.

Con Sergio Leone, Ennio Morricone encuentra la ocasión de probar ideas innovadoras: introduce una relectura de la tradición barroca obstaculizada o enriquecida con efectos puramente atonales, entremezclados con voces.

Morricone ha sabido tam­bién desentenderse del “spaghetti western” para colaborar con el joven cine italiano (Bellochio, Bertolucci, Pasolini).

 

En Gran Bretaña, John Barry participa en la llegada del Free Cinema (El knack... y cómo conseguirlo, de Lester). La introducción inteligente de instrumentos electrónicos y de nuevos ritmos en la masa orquestal le permiten renovar el mundo del género policial (serie de James Bond).

 

En el Japón, Akira Ifukube, Fumio Hayasaka, Masaru Sato, Toshiro Mayuzumi y Toru Takemitsu utilizan técnicas musicales occidentales en la medida en que les permiten expresarse sin renegar de su propia tradición.

 

 

Los fastos de la nostalgia.

 

A principios de los años setenta los jóvenes realizadores hollywoodenses estudian de nuevo las fórmulas ya experimentadas en los seriales de los años cuarenta, y las reestructuran según las normas de la técnica triunfante. A pesar del paso de los años, la leyenda de la edad de oro renacerá. Es al compositor John Williams a quien corresponde el honor y el trabajo de asegurar el renacimiento de los fastos de la nostalgia.

 

Enorme, la masa sinfónica acompaña de nuevo a la imagen: Tiburón, Encuentros cercanos del tercer tipo (S. Spielberg); la saga de La gue-rra de las galaxias (G. Lucas). Sin embargo este acompañamiento no es gratuito. Detrás de la profusión de medios, la música corresponde realmente al ritmo y al desglose de los planos y permanece inseparable de sus necesidades.

 

 

Los clásicos en la pantalla.

 

La mayor parte de los músicos clásicos mantienen con el cine relaciones circunspectas. Síntoma perfecto de estos temores recíprocos es la partitura escrita en 1930 por Arnold Schönberg para una película... imaginaria.

Convencidos de la interferencia inhibitoria de dos mundos (visual y sonoro) que se bastan a sí mismos, sus relaciones, a veces fructíferas, se hallan empañadas de escepticismo: Tony Aubin (El cuervo, H. G. Clouzot); Leonard Bernstein (Nido de ratas, Elia Kazan y West Side Story, Robert Wise); Marius Constant (Koenigs­mark, S. Terac); Henri Dutilleux (La hija del diablo, H. Decoin); Francis Poulenc (La duquesa de Langeais, J. de Baroncelli).

 

En Alemania y posteriormente, en Estados Unidos, Hanns Eisler reconsidera el trabajo y la función del compositor en el seno del sistema de producción. Lúcido, milita en favor de otorgar una mayor importancia a la música contemporánea en la pantalla (películas para Ivens, Lang. Cavalcanti y Resnais).

En la Unión Soviética, para Eisenstein, Sergei Prokofiev, consigue hacer tangible el imposible lenguaje con dos “acordes perfectos”: Ale­xander Nevski  e Iván el Terrible.

 

Quedarán fuera de esta reseña los films biográficos de músicos, en general de estructura convencional. Un género al cual el inglés Ken Russell aportó su original y a veces cuestionada visión.

 

 

Jazz y cine.

 

Del jazz, el cine no parece retener más que el clisé. Primero curiosidad sociológica (El cantante de Jazz), se convierte en el objeto de cierta nobleza dúctil en los años cincuenta: Miles Davis (Ascensor para el cadalso, Louis Malle, 1958).

Para Anatomía de un asesinato (1959) de Otto Preminger, Duke Ellington crea por primera vez una partitura procedente directamente del mundo del jazz; pero es en 1963, con The Cool World (S. Clarke), cuando surge el prototipo de la colaboración ideal gracias a la partitura de Mal Waldron. Una partitura que ha quedado prácticamente sin continuidad.

Recuperada por la industria del cine, la singularidad jazzística se agota según el capricho de las modas en la producción cinematográfica contemporánea: El golpe (G. Roy Hill), Pretty baby (Louis Malle).

En el caso de Woody Allen, aficionado al jazz, este ha sabido utilizar sus temas preferidos para musicalizar varias de sus producciones.

Por último, se pueden señalar también los homenajes realizados a Charlie Parker en Bird (Clint Eastwood, 1988) y al mundo del bebop en el film Cerca de medianoche (Bertrand Tavernier), por cuya banda de sonido, Herbie Hancock obtuvo un Oscar en 1986.

 

 

investigación y redacción: Ernesto Flomenbaum

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